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Carolina Veneros

Prólogo Dos Razas: Pacto

No quería ver, no quería mirar, pero con la poca fuerza que le quedaba

alzó su cabeza. En el suelo y postrada, se dio cuenta de lo que temía: donde

debía estar su rodilla, su pantorrilla y su pie, solo había un charco de sangre.

Aquello justificaba el intenso dolor que sentía y sus propios quejidos. Frente

a ella, un vampiro furibundo de piel grisácea y con ojos enrojecidos sostenía

entre sus manos la parte faltante de su pierna. La mordía con desenfreno,

disfrutando cada instante de forma desquiciada.


A su derecha, su compañera se encontraba de pie. Su rostro se había

deformado por el dolor: había perdido el brazo izquierdo, y con el otro sostenía

una daga, intentando defender a ambas con desesperación.

Completando el escenario, el viejo vampiro se retorcía en lamentación.

Había perdido su forma humana, y su cuerpo, enorme y oscuro, estaba empapado

en sangre. Sin embargo, no estaba muerto.


«¡Maldición!», pensó la cazadora, pero ya no podía hacer nada. El dolor

y la pérdida de sangre comenzaron a incapacitarla. Había sido una lucha

formidable, tal vez la más cruda y brutal que se había visto en siglos… y la

habían perdido.


—Perdóname, amor… No regresaré. —Ella tragó lo poco que le quedaba

de una saliva mezclada con sangre. Era estúpido hablar en ese momento,

pero necesitaba decirlo en voz alta aunque nadie pudiera escucharla—.

Hija… te amo.


Las lágrimas cayeron por su rostro junto a la resignación: no volvería a

verla jamás.


Cuando otros vampiros aparecieron, supo que era el fin. Y no solo el

suyo. A su lado, la vampira que se había convertido en su amiga estaba cayendo

también.


Cerró los ojos para nunca más volver a abrirlos.


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